jueves, 28 de mayo de 2015

Irremediable


Había perdido la cuenta del tiempo que tenía sin saber de él desde aquel suceso en el hospital. Los sueños recurrentes que cada noche revivían sus recuerdos habían mermado y yo había logrado al fin dormir en paz. Pero esa madrugada su presencia se había plantado ante mi llena de todos aquellos recuerdos que jamás llegaron a suceder, desperté empapada en sudor con las sábanas revueltas y entre sonrisas que solo los sueños nos pueden regalar. Era una mañana de febrero y el sol se colaba por el ventanal, al caer en cuenta la realidad dió contra mi cara como una ráfaga de frío en una montaña gélida, la melancolía me arrastró hasta sus fotos y cual si fuese un embrujo una a una las fui borrando como si con eso pudiera sacarlo de mi piel. Al desperezarme tomé el teléfono dejando de lado el orgullo que nos separaba escribí: "hola, cómo estas?" No, no, borré y reescribí: "hola te he extrañado?" No, eso no; cambié de opinión y tecleé: "soñé contigo anoche, espero todo marche bien", pero lo borré y en su lugar simplemente coloqué: "aún te amo", pero antes de pulsar la tecla de envío el orgullo se asió de mis dedos, pulsé eliminar y dejé caer esas esperanzas al borde de la cama.

Me levanté y como cada día, arrastré mi cuerpo a la cocina, preparé el desayuno, en la radio repiqueteaban las mismas noticias dantescas; cinco países se declaran en hambre, la ONU pierde hegemonía; nuevos focos de guerra se extienden en el sur, en África el ébola ha mutado nuevamente cobrando la vida de 3.000 personas en una semana, nuevos derrames de crudo en el ártico, la misma miseria amplificada, la realidad del mundo es más grotesca que cualquier circo de la Edad Media. Ya nada me animaba a seguir luchando contra la injusticia que tomaba terreno en nombre de La Paz mundial. Yo, hacía muchos años que había perdido la fe. Las luchas por la reivindicación y el cambio en la esfera del poder mundial se habían perdido a la muerte de Chávez y otro tanto cuando cayó Cuba a la muerte de Fidel.

Tomé de nuevo el teléfono con la ilusión de encontrar un mensaje en el buzón, nada. Como cada día el silencio era la melodía que acompañaba a mis ilusiones, aún no había respuesta del hospital. Decidí que hoy iría a ese lugar en el que había comenzado esta historia, me dejaría caer como quien busca el destino en una estación de tren.

Eran las 6:30 de la tarde cuando llegué, tras recorrer todo el local en la búsqueda infructuosa de una mesa, compré una birra y me senté a contemplar a la gente; camareros y comensales, enamorados y amantes, despechados y cantantes, bailarinas y poetas malditos compartían la callejuela con ingenieros y economistas, en todos lados había pasado el tiempo, pero en ese rincón del universo no. Ensimismada en los recuerdos miraba nuestra mesa cuando le vi, se aproximó hacia mi como quien contempla una aparición, su rostro pálido solo proyectaba sorpresa. Yo, aunque no lo esperaba, tampoco me dejé de sorprender-mi corazón se detuvo por unos segundos-. Sus ojos eran los mismos lánguidos espejos marrones en los cuales se colaba la tristeza que siempre quería esconder.

Nos miramos unos segundos que me parecieron una eternidad. Lo interrogué como solo pueden hacerlo las personas que aman, con el alma. -Hola que casualidad! el respondió; -Cómo vas? Hace frío no? Vine porque la esperanza no se pierde, siempre me dejo caer por acá, por si el destino juega con cartas limpias y nos hacía quedar de nuevo y ya ves mujer aquí estás otra vez. A lo que respondí con todos mis dientes -Salud!

Esperamos la mesita de la esquina, donde nos gustaba sentarnos a conversar,  cuando se desocupó volamos hacia ella como quien casi pierde un tren, pedimos la botella de vino de la casa, había olvidado su excelente sabor, comenzamos a beber pagándonos todas esas palabras que nos debíamos, entre aceitunas y un carpacho de salmón, nos contamos lo poco de la vida que valía la pena compartir, obviamos la soledad, los desengaños y nos dimos una perfecta visión de nuestras vidas. Yo sabía que mentía, sus gestos los sabía leer bien; la forma pesada de tragar el dolor apretando la mandíbula para distraer los pensamientos. No recuerdo cómo pasaron las horas ni en qué momento nos echaron del local, a estas alturas la memoria imprime en blanco y negro y yo solo recuerdo esa ancha calle que tantas veces transité buscando una razón para continuar. Ambos nos miramos sabiendo que no queríamos volver a nuestras casas. Sin mediar palabra caminé hacia la plaza, repté por las escaleras como quien asciende hacia el cielo, y me senté en el primer blanquito que vi, el hizo lo mismo. Frente a nosotros una pareja de indigentes nos miraron extrañados, un chico pasó con música a todo volumen como buscando a alguien con quien bailar. Intercambiamos una mirada cómplice -risas- cuando en la catedral las campanas comenzaban a bramar, daban las once de la noche, el toque de queda, cada uno debía volver a su hogar y mi alma arrastró a la superficie todos los recuerdos que quería callar. Hice un ademán de hablar cuando me encontré con sus ojos, me escrutaban como quien ve por primera vez el mar, su brillo solo se comparaba con el reflejo del mismo sol al atardecer. Danzábamos en cada campanada mirándonos como los cíclopes de Cortázar, temblábamos como el farol que nos alumbraba, uno a uno los sentimientos fueron saliendo a flote, no hacía falta decirnos nada sabíamos que pese a todos los años que nos separaban no nos habíamos dejado de amar. Le mire y vi resbalar por sus mejillas una lagrima, quise limpiarla pero en un movimiento limpio tomo mi mano y poso mis dedos sobre su corazón. Nunca he dejado de amarte mujer dijo, permanecimos así durante minutos, horas, aun no lo puedo recordar. Al terminar las campanadas me levanté y sin dar una última mirada y como quien huye de sus fantasmas me alejé.

Hace mucho dejé de llevar la cuenta del tiempo que llevó sentada en el mismo café, día a día al atardecer mientras el celeste del cielo se tiñe de ocres, mirando la misma esquina que fue testigo de nuestro amor, leo y releo este diario desde nuestra mesita y no me explico cómo no aguantaste un poco más. Esa misma noche que huí de la plaza el mensaje que tanto había esperado llegó, un accidente de tránsito nos regalaba la esperanza de una nueva vida: un corazón.

Siento que fue ayer cuando te dejé solo, leo y releo la página de la prensa que llevo en mi bolsillo como un amuleto contra mi mal, en ella el artículo que se de memoria y aún así no lo dejo de leer; muere poeta a los pies de Bolívar, mirando al cielo con una sonrisa de felicidad, con el corazón congelado tras 20 años de arritmias. Sus hijos contaron a la prensa que cada jueves su padre solía ir por esos lugares, les decía que buscaba la felicidad. Cuando lo consiguieron dos indigentes en la plaza Bolívar apretaba contra su pecho sus manos, en su teléfono había escrito un mensaje sin enviar; vuelve, no ha pasado un solo día en estos 20 años que no te esperase mi amor.

1 comentario: