Eran las 3:15 am cuando sentí que
alguien me susurraba al oído algo ininteligible, un frío recorría mis extremidades, sentía el cuerpo paralizado, era como esos pacientes
que han sufrido un politraumatismo y pese a ser conscientes de su cuerpo no
pueden moverse. Abrí los ojos y gire mi mirada, estaba sola en como en una sabana, en la
cual se había convertido mi cama desde que él se había marchado. Desde hace 4
días no puedo dormir bien, mi cuerpo esta intoxicado de dolor y por primera vez
decido no hacer resistencia, me he entregado por completo a lo que siento y no
logró pasar un bocado, mucho menos beber.
Una vez más trato de conciliar el
sueño y las pesadillas se me confunden con la realidad, voy tejiendo con hilos
imaginarios todo aquello que pudo ser, la vida se me desborda y termino
levantándome de la cama dejando la almohada empapada de recuerdos y de sueños, de
todo aquello que jamás será. Me incorporo descalza y siento corrientazo que
produce en mi cuerpo el frío piso al contacto de mis pies, sigo siendo adicta a
esas sensaciones que me recuerdan que estoy viva muy a pesar de estas ganas de
dejar de existir. Cubro mi cuerpo con la sabana, aún duermo desnuda como todas
aquellas noches en que exhaustos nos dejábamos caer sobre el colchón, entrelazados como serpientes en lucha, rendidos y dormidos, anclados uno de
del otro para que no se nos escapara el amor. Me enfrento al pasillo con las
luces apagadas, arrastrando los pies como si cargara un yunque muy pesado,
lenta, cancinamente, tirando el peso que me dejó en el corazón, porque cuando
se fue no se llevo nada y eso, es lo que más duele. Salgo a la sala, la
ventana está abierta y una ráfaga de frío eriza mi piel, estoy viva, Si estoy
viva, sigo sintiendo.
La ciudad aún está dormida
todavía falta una hora para que comience a rugir y las bocinas de los autobuses
y olor a humo que desprenden se cuelen por el balcón como un recordatorio de
que el mundo sigue girando y aunque me siento como un cadáver en proceso de
putrefacción debo levantarme y revivir. Dejo a Elvira Sastre regada por la casa como salvavidas, ella sabe tanto
como yo a que saben estas madrugadas sin nombre, esos amaneceres solitarios en
ruinas de las almas en descomposición, ella –Elvira-
sabe mejor que yo como decirle a su amada que le ha roto en pedazos, no usa
eufemismos para decir que la guerra era mejor en su cuerpo y que aunque hoy me
ha traído flores, ellas sólo adornaron la sonrisa del que estaba a punto de
morir. Me inclino sobre el balcón y la brisa hiela mis sienes, abro a la suerte
las páginas del poemario, como quien busca un hechizo que le ayude a olvidar,
leo, leo, y leo a Elvira, una vez y
otra hasta que caigo rendida al amanecer dejándome llevar por la tibieza del
sol, que me recuerda que es hora de ponerse las mascaras, las risas y salir porque es hora de Revivir.